Cuba: el camino hacia el cambio y sus emboscadas

En el 2025 se cumplirá el centenario de la fundación del Partido Comunista de Cuba. Sesenta de esos cien años ha gobernado como partido único, instaurando un modelo basado en la exclusión y discriminación políticas y conduciendo a una dramática crisis general de la que no es posible salir sin modificar dicho modelo.

Su último congreso, celebrado en 2021, y los plenos del Comité Central efectuados desde entonces, han dejado claro el divorcio entre la realidad cubana y las lecturas que ha hecho la dirección del Partido sobre ella.

Quienes gobiernan Cuba no aprendieron la lección de hace treinta años. En 2002, más de diez después de la desintegración de la URSS, un artículo constitucional declaró irreversible al socialismo; en tanto, la Constitución de 2019 estableció que el Partido era la «fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado». Desde la cima de esa especie de atalaya, el Partido debió divisar que en Cuba existían las condiciones para un estallido social; pero no solo no lo vio, sino que demostró también su incapacidad para interpretar las verdaderas causas del conflicto y actuar en consecuencia.

Es evidente que se reciclan viejas y probadamente fallidas decisiones sobre la economía, y a la vez se señalan culpables a quienes atribuir la responsabilidad por los descalabros. Primero fue el pueblo, aquel gran «pichón» oneroso para el «estado paternalista» que nos dibujó una campaña propagandística en 2009, a poco de ser nombrado Raúl Castro como presidente de los Consejos de Estado y de Ministros; más recientemente, el «enemigo público» han sido las medianas y pequeñas empresas.

Por supuesto, las sanciones impuestas por los Estados Unidos son asimismo «las máximas responsables» de todo fracaso, a pesar de que los planes y proyectos gubernamentales deberían tener en cuenta la existencia de tal obstáculo con el fin de reducir sus efectos. No obstante, contra toda lógica, han diseñado una economía sin bases endógenas, fundamentalmente de servicios y demasiado susceptible a altibajos globales e influencias externas. La mentalidad usurera y rentista del grupo de poder nos tornó más dependientes que nunca del país al que denominan su «enemigo histórico».    

En todos estos años, desde las instancias Parti/estatales se ha mantenido un discurso que insiste en la tesis de la continuidad sin que sean presentadas evidencias internas que muestren una hoja de ruta exitosa para salir de la crisis. El quid de la cuestión es que la crisis dejó de ser económica para convertirse en política. Y ese nudo gordiano, que frena toda transformación, es el que hay que cortar.

En un artículo de hace varios años, «Cuba: el Partido único ante la crisis», decía:

«La actitud arrogante del Partido es propia de un modelo político que fracasó. En febrero de 1989, la revista soviética Sputnik dedicó un número al inmovilismo que caracterizara al período de Leonid Brezhnev, allí se hacían estas preguntas:

“¿Debe la dirección del Partido convertirse en un órgano especial del poder, que estará por encima de los restantes órganos? ¿Si el Comité Central es un órgano especial de poder, cómo controlarlo? ¿Se puede protestar su resolución por inconstitucional? ¿Quién responde en caso de fracasar una medida decretada? Si este órgano superior de hecho dirige al país, ¿no debe entonces todo el pueblo elegirlo?”.

En este modelo político el Partido es selectivo, “de vanguardia”, y no un partido popular abierto a todos, de modo que si se declara como fuerza Superior a la sociedad, también se erige por encima del pueblo. Para que no fuera así, el pueblo debería poder elegir a los que encabezan al Partido, y ello no se permite. Si está por encima de todos, y no es “un partido electoral”, queda fuera del control popular. Ese modelo político es el que hay que cambiar».

Sin embargo, no lo han permitido. En la consulta popular de 2018 para la aprobación de la Constitución de 2019, la ciudadanía fue impedida de su derecho a introducir cambios o reformas efectivas en el sistema político monopartidista. La intervención televisiva de Homero Acosta, secretario del Consejo de Estado y miembro de la comisión redactora del proyecto, no dejó margen a las dudas: «esta no es una consulta vinculante, la opinión de los ciudadanos que debaten el documento, aun en aspectos en que sea mayoritaria, no incidirá obligatoriamente en la transformación de determinados aspectos del mismo, pues el enfoque no es cuantitativo».

Tras el estallido social del 11 j, las acciones gubernamentales se caracterizaron durante un breve período por su tónica asistencialista y populista; pero el asistencialismo es una ruta ficticia y por lo general poco duradera. En efecto, a casi cuatro años de aquellos hechos, el discurso del poder ni siquiera es capaz de hacer promesas. Su prioridad es la represión del disenso, que crece en la misma magnitud en que lo hacen la dramática crisis, el empobrecimiento generalizado y el abandono a su suerte de una generación de ancianos que se sacrificó en pos de ideales y promesas de un futuro jamás cumplido.  

A las puertas de un nuevo año la sociedad cubana no tiene nada que celebrar. En lo interno: salarios que la inflación evapora, cortes de electricidad constantes, diáspora de hijos y nietos, aumento de la miseria y la desigualdad social, auge de la drogadicción, niños que trabajan y gente alimentándose de la basura; mientras en lo externo: endeudamiento del Estado a niveles irresponsables, carencia de un país-pilar que sostenga al grupo de poder, y una geopolítica compleja en la región.     

Tampoco es un sistema compatible con la prosperidad, vista su incapacidad para el florecimiento de la empresa privada y el mercado. Lejos de devenir una «dictadura próspera», como otras conocidas, se ha tornado un estado policial dictatorial lleno de trabas a cualquier emprendimiento privado, que se empeña en gobernar sin el consenso social que tuvo en otra época. O sea, sin responsabilidad social del Estado ni fomento del mercado, el grupo de poder que dirige la Isla no puede sino arreciar la represión y apelar a viejos rituales y simbolismos sin sentido.

Hace quince años, en un discurso con motivo del 26 de julio, Raúl Castro afirmó enfáticamente que el tiempo no podía perderse: «Desperdiciarlo por inercia o vacilación es una negligencia imperdonable. Hay que aprovechar cada minuto» dijo. Pues bien, han desperdiciado todo el tiempo que tenían sin probar que era viable un proceso de reformas bajo la égida de la misma clase política que nos condujo a este callejón, cuya salida es imposible sin la inclusión política de la ciudadanía como factor real de trasformación.

No se trata únicamente de que necesitemos democracia y un sistema electoral donde se pueda influir desde abajo; se trata también de que necesitamos vivir con dignidad, y este sistema ha derivado en un maltusianismo social incompatible con la vida para cientos de miles de personas en situación de precariedad, especialmente ancianos y jubilados.

Terminó el siglo del Partido Comunista. Debe iniciar el siglo de la ciudadanía cubana. No podemos olvidar, sin embargo, que en ese camino existen emboscadas. Hay que prepararse para ellas.  

Primera emboscada

Muchas personas utilizan la expresión «cambio fraude» para aludir a un escenario en el que se represente una puesta en escena política cuyo fin último sea garantizar la inmutabilidad del poder, dándole apariencia de mudanza. Ciertamente, este es un obstáculo, ya que —en parte por la represión y en parte por la falta de voluntad cívica y práctica política—, la ciudadanía no ha logrado una verdadera articulación con un espectro político plural que la convierta en interlocutora por excelencia ante un hipotético proceso de diálogo nacional.

Dado ese vacío, podría convocarse desde el gobierno cubano —o instancias afines— a un diálogo ficticio, o al cambio de figuras políticas, o incluso a develar un enorme escándalo por corrupción que desvíe la atención de la ciudadanía y conduzca a un epidérmico intercambio de personas o «mentalidades», en lugar de transformar estructuras, prácticas políticas y leyes, que son las que han generado la exclusión.

En un artículo alerté hace tiempo sobre un falso dilema que nos ha presentado el aparato ideológico partidista y que involucra a dos supuestas alternativas: «una izquierda sectaria y estalinista opuesta al cambio y anquilosada en viejos moldes o una izquierda inclusiva, favorable al diálogo, que busca empatizar con otras opciones consideradas (por el poder, claro está) “revolucionarias”». Obviamente, el objetivo de tal jugarreta es lograr un posicionamiento de la opinión pública junto a la, en apariencia, «menos mala» de las opciones.

Reflexionaba entonces que ser de izquierda es posicionarse siempre contra los poderes instituidos que se desentienden de la justicia social e impiden el ejercicio de derechos a las mayorías despojadas de ellos, de modo que ninguna opción que no cuestione al poder político en Cuba y a las instituciones en que este poder se apoya, será jamás de izquierda.

Por experiencia me consta que es posible manipular la idea del diálogo político con fines utilitarios que mantengan la exclusión al admitir únicamente a personas no dictaminadas por el poder como «opositoras»; es decir, solo aceptar a una «oposición» ficticia, que no cuestione las estructuras de poder ni a la clase política portadora del mismo.

Durante los últimos meses en que coordiné el proyecto La Joven Cuba —y a propuesta del periodista José Manuel González Rubines, por entonces parte del equipo y su editor WEB—, concebimos organizar espacios de debates sobre temas políticos, económicos y sociales, donde estuvieran incluidas muy diversas voces que podrían ayudar a trazar una hoja de ruta para una transición pacífica y democrática. Entre esas voces no se excluía por cierto a determinados funcionarios gubernamentales, pues ese es el camino para una propuesta verdaderamente inclusiva y realista.

Contábamos con la aceptación de una embajada extranjera con experiencia en la organización de este tipo de eventos. Lo siguiente fue presentar la idea al director de LJC, junto al listado de personas que proponíamos invitar —que incluía a compatriotas residentes dentro y fuera de Cuba— y que evidenciaba la pluralidad política de la reunión.

La primera reacción del director de LJC fue rechazar la idea. Pero poco después la acogió con entusiasmo. Antes de que se avanzara en ella pasaron varias cosas: fui separada del proyecto e inmediatamente se me excluyó de la lista bajo la justificación de que «no se invitaría a personas de otras provincias». Pero en la medida en que fue siendo coordinado el encuentro y se tuvo hasta fecha para su celebración, la lista original fue «pulida» para eliminar casi todos los nombres «incómodos». Se llegó al punto de que el propio gestor de la idea, José Manuel, también fue excluido.

El director de LJC tomó en sus manos el proyecto e incluso viajó en dos ocasiones desde los Estados Unidos para coordinarlo todo. Se cursaron las invitaciones y el encuentro parecía inminente, sin embargo, la noche antes fue suspendido por razones que nunca conocí.

Si me refiero a este incidente es porque me permitió constatar, a nivel micro, de qué modo las falencias democráticas y los métodos de dirección verticales y autoritarios pueden obstaculizar un proceso de concertación con fines de diálogo verdaderamente respetuoso e inclusivo.

No cabe ingenuidad ante este tipo de actitudes. Son posibles y debemos estar alertas para desenmascararlas si fuera necesario. No para rechazar la idea del diálogo, que creo muy valiosa y pertinente, sino para organizarlo de acuerdo a metodologías que han dado resultado en otros contextos, en estricto apego a la soberanía popular, con mínimos democráticos y bajo supervisión que garantice su seriedad, la inclusividad y el carácter vinculante de sus acuerdos.

Este, sin embargo, no es ni por asomo el único cambio-fraude posible en el accidentado pero necesario camino a la democracia en Cuba.

(Imagen: CubaSiglo21)

Segunda emboscada

El cambio en Cuba significa para algunos dar un giro de 180 grados que nos sitúe en las antípodas del actual modelo político. Ciertas personas solo consideran aceptable una transición en el caso de que se excluya de ella toda participación de la izquierda, «los rojitos», «los socialistas», «los izquierdosos», y cuanto epíteto infamante se utilice para desacreditar a esa postura política. Proponen de ese modo su versión de autoritarismo postcomunista, tan discriminatoria y antidemocrática como la actual pero de signo contrario.

Quienes así razonan sitúan por lo general su aspiración política en el pasado republicano y en la Constitución democrática de 1940. Ignoran con ello que en aquella época Cuba fue ejemplo de pluralismo parlamentario en el mundo y en América. Mientras fue una organización legal y participó en condiciones de igualdad en la vida política de la nación, el Partido Comunista arrastró sus viejos dogmas pero jamás supuso una actitud reprochable o discriminatoria en su relación con otros partidos y organizaciones políticas, con muchas de las cuales colaboró de manera positiva.

De hecho, en la Asamblea Constituyente que redactó la Constitución del 40 hubo una delegación comunista integrada por cinco hombres y una mujer; además, miembros del Partido Comunista fueron elegidos por su prestigio como vicepresidentes del Senado de la República, pues en las elecciones siempre lograron, aunque escasos, puestos de senadores y representantes a la Cámara.

El  tránsito a una verdadera democracia no se resolverá en Cuba con la eliminación del Partido Comunista, mucho menos de las ideas de izquierda —cosa que ni en Estados Unidos se ha hecho a pesar de su pasado marcarthista—, sino con la expresa prohibición de que ningún partido o tendencia política pueda atribuirse jamás de nuevo el poder único en la vida política de la nación. Rusia y Putin son ejemplo de que se puede transitar sin democracia a una sociedad postcomunista.

Se ha llegado al punto de que gente sumamente pobre, a veces famélica, que pide mayor apoyo y responsabilidad social al Estado cubano, crea que eso que con razón exige, no sea algo que haya exigido la izquierda en sistemas democráticos de todo el mundo.

Una mujer valiente, que soportó varios años de prisión por manifestarse el 11j, se distanció públicamente de un proyecto que la apoyó a ella y a su familia, y que continúa favoreciendo la causa de los presos políticos en cárceles cubanas, porque fue convencida de que en dicho proyecto hay gente de izquierda, sin detenerse a analizar siquiera el posicionamiento político del referido proyecto. Una mujer que por su procedencia social pertenece a las clases preteridas, reniega de lo que huela a izquierda sin reflexionar que todo lo de progresista que ha logrado la humanidad en su devenir se debe precisamente a la presión popular desde abajo.

Mucho antes de que la palabra izquierda designara a una postura política, y hasta el día de hoy, los derechos han sido conquistados desde abajo: plebeyos vs patricios, luchas de los campesinos por tierras, rebeliones de personas esclavizadas en pos de su libertad, sufragio universal, división de poderes, luchas obreras, contra el trabajo infantil, por la jornada de ocho horas, el voto femenino, contra el racismo y la homofobia... Sin excepción, todas han sido conquistas contra poderes establecidos de cualquier signo político.

Si eres incondicional a un poder que avasalla a la ciudadanía, discrimina e impide el ejercicio de derechos económicos, políticos y sociales; en ese caso no eres de izquierda por mucho que presumas de ello. Da lo mismo que sean los poderes absolutos de un monarca, de un gobierno conservador, una dictadura militar o un partido único autoritario (capitalista, socialista o comunista).

Y comprendo perfectamente que en Cuba la izquierda sea satanizada por una razón sociológica no desdeñable: el hecho de que el grupo de poder insista en su pertenencia a esa tendencia política —aunque su modo de vida sea propio de la aristocracia—, es un factor que a nivel de imaginario social pasa la cuenta a quien no la debe.

El conflicto real en Cuba, nuestro drama nacional, la verdadera disyuntiva, no es entre izquierda o derecha, sino entre dictadura o democracia. Que este siglo histórico que inicia en 2025 —porque una cosa es el tiempo visto en sentido cronológico y otra en sentido histórico— sea el que permita a la ciudadanía cubana, a esa gran Nación diaspórica en que nos hemos convertido, encauzar un camino libre de emboscadas para arribar, por fin, a la gran meta de una Patria «con todos y para el bien de todos».  

***

Imagen principal: Sasha Durán / CXC

Alina Bárbara López Hernández

Profesora, ensayista y editora. Doctora en Ciencias Filosóficas y miembro correspondiente de la Academia de la Historia de Cuba.

https://www.facebook.com/alinabarbara.lopez
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