La reestructuración de los micropoderes en Cuba post 1959

Siempre me ha parecido fascinante el tema del poder. Cómo se nos enseña qué es lo apropiado, cómo debemos controlar todas nuestras tendencias, cómo reprimir o redirigir aquella energía considerada fuera de lugar, qué decir y hacer —o no— es un largo, complejo y a veces doloroso aprendizaje. Incluso nuestros impulsos biológicos elementales deben ser pautados por el ritmo de una sociedad cuyas reglas no necesariamente son coherentes o incuestionables. Lo curioso es que mientras más amaestrados estemos, más educados se nos considera.

El poder no es entonces algo externo o que existe flotando sobre nuestras cabezas: el poder nos crea, como un Pigmalión sutil nos va dando forma, mueve todas nuestras cuerdas, nos controla desde dentro. Cualquier cambio radical al interior de las dinámicas generales del poder, es una sacudida de los micropoderes cotidianos. Tal fue lo ocurrido el 1ro de enero de 1959 con el triunfo de la Revolución cubana.

Esta fecha en realidad es un momento convencional que se ha escogido para señalar el culmen de un proceso que ya tenía muchos años, y el comienzo de una nueva etapa donde las relaciones políticas cubanas serían replanteadas.

Tengo la esperanza de que en algún momento cercano la antropología y la sociología cubanas se aboquen al análisis a nivel micro del poder en Cuba post 1959; por lo pronto este texto se dirige a plantear preguntas sobre cómo se reestructuró la sociedad a partir de ese momento y, por ende, como se planteó la creación de un nuevo sujeto, del «hombre nuevo» de la futura sociedad socialista. Este fue un objetivo explícito del sistema durante décadas.

¿Cómo se planteó?

En primer lugar, a nivel macro se consiguió una concentración impresionante del poder y sus mecanismos. La educación y la cultura se homogenizaron paulatinamente. Fueron establecidos raseros únicos para educar, informar, entretener. La prensa, la radio, la televisión, la industria cinematográfica: todo debía ser regulado y reordenado. La información brindada era cribada con todo cuidado, el formato en el que se ofrecía ya estaba predeterminado. A finales de los sesenta este proceso ya estaba conseguido casi por completo. El mismo fue paralelo a la unificación de las fuerzas políticas en el partido único, auto declarado comunista.

Les decía sin embargo que me interesa más analizar el nivel micro, aquello que queda más lejos —aparentemente— del Estado. ¿Cuáles eran los espacios básicos de socialización en Cuba antes de 1959? Como en casi cualquier otra sociedad: la familia y la escuela. Claro que también había muchos otros lugares de encuentros en la sociedad civil: clubes, ateneos, patronatos, asociaciones, espacios colectivos de carácter religioso y/o fraternal. Antes de 1959 estos lugares no eran intervenidos directamente por lo estatal. Además, eran múltiples: por ejemplo, existían diferentes instancias educativas con una relativa independencia entre sí. Esto, por supuesto, daba lugar a un individuo mucho más plural y heterogéneo.  

Luego de 1959 se crearon otros mecanismos que sí replantearon estas dinámicas o las desmontaron directamente. Con la inclusión de dispositivos de vigilancia, como los CDR, las dinámicas familiares y barriales sufrieron una presión antes inexistente. Así instalaron no solo una dinámica de desmovilización política ante el descontento, sino que ayudaron a que las familias y los propios individuos fueran factores desmovilizantes, que se controlaban unos a otros y a sí mismos.

Los espacios culturales, civiles y religiosos donde otrora las personas podían convivir y socializar con otras que no fuesen miembros de su estructura familiar fueron sustituidas por otras, de carácter más político.

Las Navidades paulatinamente dejaron su lugar a las festividades por el 26 de julio o el día de los CDR. El festejo de fin de año fue parcialmente confundido con el aniversario del triunfo de la Revolución. Los santos, los vasos de agua y las velas fueron ocultados detrás de afiches de Fidel Castro o el Che Guevara. Todas las nuevas asociaciones creadas —como la FMC, la ANAP, la UNEAC…— o las antiguas que se conservaron —como la CTC o la FEU—, se sometieron a la vigilancia panóptica del PCC.

Con la escuela sucedió otro tanto: el sistema educativo fue formalizado, unificado y altamente ideologizado. La creación de las escuelas al campo y la posterior implementación de gran parte de la educación media en instituciones internas, donde preadolescentes, adolescentes y jóvenes convivían entre sí alejados de sus familias, crearon nuevas estructuras de socialización que, ciertamente, rompieron con lo anterior.

Varias generaciones fueron educadas en escuelas donde el hacinamiento, la falta de higiene y privacidad, el hambre, la explotación y el maltrato eran cotidianos. Sin embargo, muchos de esos cubanos recuerdan ese tiempo con un halo de idealización, considerándolo el mejor de sus vidas. Esto, mitad síndrome de Estocolmo, mitad ingenuidad de la juventud, es un ejemplo de cómo el poder matiza fuertemente nuestra historia personal hasta extremos insospechados.

La Revolución cubana significó una ruptura de espacios de socialización previos. Sería el punto de inicio de una concentración hipertrófica de poderes que creó nuevas estructuras, instituciones y formas de relacionamiento. Ahora, ¿cuál fue el resultado de ese proyecto de «hombre nuevo»? ¿Cuál fue el tipo de sujeto político que conformó? Es una buena idea, en un día como hoy, discutir sobre ese «homo cubensis post 1959» e ir construyendo, de cara a un nuevo año y a un impostergable proceso de cambios, una crítica colectiva sobre tal cuestión.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Roberto Garcés Marrero

Profesor. Doctor en Antropología Social (UIA, 2022). Doctor en Ciencias Filosóficas (2014).

https://www.facebook.com/roberto.garcesmarrero
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