El consenso, vía para el bienestar de todos

A mi entender, hay tres condiciones fundamentales que constituyen la base primordial para propiciar una realización beneficiosa a cualquier colectividad humana. Ellas son: paz, desarrollo y democracia.

La paz es la atmósfera necesaria para una existencia creativa y provechosa. Es la tranquilidad segura, que facilita dedicarse a cualquier tarea fructífera sin inquietud o temor. En un ámbito antagónico no se puede conseguir el necesario equilibrio para pensar y actuar provechosamente. La paz no es estrictamente la ausencia de conflictos, pues sabemos que todo empeño humano comporta diferencias en intereses y actitudes que generan contradicciones. Pero la paz implica la presencia de una tolerancia que genere el ánimo de cooperación y solución de conflictos por medios que eviten la animadversión y la violencia de unos grupos sobre otros. Toda imposición, toda violentación de derechos, toda exclusión, son de por sí contrarias al espíritu pacífico y fecundadoras de enfrentamientos.

Por su parte, el desarrollo es el adelantamiento en el grado de bienestar general. No incluye únicamente la consecución de nuevas tecnologías y bienes, sino también la apertura a posibilidades de mejor existencia cívica y moral. Es así que el desarrollo implica, no solo el progreso material sino también cultural y espiritual. Es la creación de las condiciones necesarias para que la vida sea más grata y plena. Hay una acción recíproca entre desarrollo y humanización, de modo que a mayor desarrollo corresponde mayor humanismo, y a mayor humanismo se hace posible un desarrollo más amplio y adecuado.

La democracia vendría a ser el modo que posibilita la activa participación de la mayoría de los ciudadanos en la proyección y control de acciones imprescindibles para la consecución de sus empeños vitales. Igual que en el caso de la paz, esta no significa una falta de diferencias en conceptos e intereses, sino una actitud que posibilite la cooperación y la negociación para limar asperezas y escoger las ideas y acciones que aporten beneficios más amplios. Por esto mismo, la democracia demanda del individuo una responsabilidad y un compromiso ante sus congéneres. De hecho, en la antigua Grecia, cuna de la democracia, el ciudadano que no cumplía sus deberes de participación era excluido de la polis. De manera que cada uno debe sentirse responsable del bien común y, a la vez, asumir el compromiso de hacer su parte para el logro del mismo. No puede haber democracia donde no hay empatía ni espíritu solidario por el prójimo.

Los componentes de esta tríada solo pueden funcionar eficazmente en su relación e interconexión. Es así que se logra la debida atmósfera de bienestar humano. Esto es, se hace necesario que las partes no solo expongan clara y abiertamente sus posturas e intereses, sino que estén en la disposición de ceder en lo no esencial por favorecer lo fundamental. Hay que gestionar los asuntos, ajustar perspectivas y acciones, acordar medidas solventes y pactar cómo llevarlas a efecto en la práctica del modo más benéfico para todos. Siempre, en última instancia, lo que debe prevalecer es precisamente la intención de lograr estados más provechosos para el mayor número de personas. Es a esto lo que se denomina consenso.

El consenso

Gobernar eficazmente implica garantizar de forma previsora, organizada y eficiente que se cumpla lo consensuado. Sin embargo, la vida no es algo dado y terminado de una vez, una situación inmutable. Todo lo contrario, vivir es adecuar intereses, facultades y circunstancias que surgen en el tiempo para lograr consecuentemente una existencia más satisfactoria. Una sociedad que pretenda servir y beneficiar a todos tiene que funcionar sobre la base del consenso. Cuando una parte de la colectividad pretende alzarse como garante de los derechos y posibilidades de los demás desde una perspectiva única, que excluye las demás aspiraciones y vocaciones, es imposible que llegue a ser inclusiva y democrática.

Es lo que ha sucedido en Cuba, donde la plataforma de un partido ha intentado definir y organizar la vida de todos, pero lo ha hecho bajo el supuesto de que los demás la acepten como adecuada y universal, con la forzosa consecuencia de que quien no la reconozca queda fuera del eje de decisiones y posibilidades; por tanto, excluido de la sociedad civil concebida.

No se puede representar a todo un pueblo si no se tienen en cuenta las distintas visiones, deseos y anhelos del mismo. Para una representación integral de los ciudadanos de un país, se hace cardinal la instauración del diálogo inclusivo, permanente y franco de todos, como forma de conocer, adaptar y conciliar las diversas aspiraciones, con el fin de que se puedan alcanzar acuerdos propicios. Solo del diálogo puede surgir una concertación fructífera. Es así que el diálogo deviene modo y agente de cualquier proceso verdaderamente terapéutico y meliorativo de las dificultades de la humanidad. Dialogar implica compartir ideas, sentimientos, voluntad, esfuerzos resolutivos. No hay democracia sin consenso y no existe consenso sin diálogo.

Únicamente consensuando intereses y enfoques diversos puede lograrse un estado de equilibrio y bienestar general. Una sociedad enfrentada a sí misma, en estado de conflictividad, que no considere las distintas perspectivas que surgen en su seno, estará condenada al fracaso, pues es incapaz de congeniar propósitos y esfuerzos diversos para el beneficio común. Todo en la vida está conformado por una unidad de contrarios que armonizan, vínculo dinámico donde se equilibra lo diferente. La verdadera interacción creativa siempre es consensual.

El hombre es perpetuamente un ser en tránsito desde lo que es, hacia lo que quiere ser. Por tanto, esto nos empuja a conciliar lo que es con lo que puede ser; o sea, nos lleva a consensuar. Lo contrario al consenso es la confrontación. El consenso resulta esencialmente constructivo, mientras la confrontación es siempre destructiva.

El consenso presupone al diálogo como procedimiento generador de una nueva perspectiva. El mismo refleja la dialéctica de la vida, la existencia inevitable de elementos distintos y hasta contrapuestos a los que hay que hallar un modo de equilibrar.

En la práctica política, el «diálogo» resulta el medio expresivo de la democracia, mientras que el monólogo lo es del autoritarismo. Cuando las preguntas encuentran una única y casi siempre prefabricada respuesta, cuando estas se repiten en una salmodia monocorde y sin ápice de cuestionamiento, duda o penetración; se incurre en el monólogo, que es el modo de instauración del dogma.

Los sistemas que han establecido una suerte de teocracia piramidal en torno a determinados principios, apelan a la instauración del dogma, o sea, a la generalización de un punto de vista categórico. No obstante, el diálogo presupone cierta confrontación, determinado elemento contradictorio que lo haga avanzar dinámicamente, así como una postura de indagar mejor que de pontificar.

Quien dialoga busca, no dogmatiza. Como nadie se siente en posesión de la verdad, todos indagan para formular el criterio que mejor se acerque a ella. De manera que dialogar no implica la ausencia de conflictividad. Sería irreal más que ingenuo pensar en una existencia laciamente inocua. El despliegue de las potencialidades humanas y la consecución de nuestros sueños más inquietantes nos enfrentan a senderos que perennemente se bifurcan y complican.

Lo significativo no es la desaparición de los conflictos sino el desarrollo de una actitud resolutiva, afirmativa, dirigida a la solución antes que al enquistamiento y complicación de los problemas. Eso es el diálogo: exponer distintas perspectivas para, mediante el análisis fundamentado y bien intencionado, alcanzar juicios más fecundos y productivos. Es la mediación del diálogo la que propicia el consenso.

Lamentablemente, en nuestro país no ha prevalecido una política de consenso. El grupo que ascendió al poder tras la insurrección popular —apoyándose en las simpatías y el alineamiento favorable que desataron en la población las medidas iniciales de beneficio a las mayorías—, se entronizó en el mando y se consolidó mediante el adoctrinamiento sistemático de la población. Se hizo conciencia de que solo un sistema, denominado primero revolucionario y luego socialista, podía no solo sacar adelante al país de las privaciones acumuladas por gobiernos anteriores, sino frenar las tentativas de dominación del poderoso «enemigo» del Norte.

Encaminados a este fin, fue diseñada una sociedad civil paragubernamental, con organizaciones de ciudadanos, mujeres, jóvenes, niños, obreros, campesinos y estudiantes, cuya función era promover y defender las «conquistas»; no del pueblo, sino «de la Revolución». Se convirtió a esta última, en vez de en un medio para alcanzar un fin: la liberación y el desarrollo del país; en un fin en sí misma, una suerte de entelequia a la que había que sacrificarlo todo, incluso las propias aspiraciones vitales.

Luego de la estatización de todas las empresas y actividades productivas, se pasó a un sistema político unitario de Partido-Estado-Gobierno, que ha dictado todo y desestima cualquier programa o proyecto que no esté estrictamente basado en su plataforma. Esto restringió totalmente las vías para el consenso general.

En estos años se han desarrollado más conversaciones del gobierno de la Isla con sectores de cubanos exiliados que tienen vínculos con la Revolución, que con ciudadanos residentes en el país que sostienen una postura contraria a determinados aspectos del sistema de gobierno en Cuba.

Desde el inicio, hubo ciertos grupos de compatriotas que fueron desconocidos en la vida social de la nación. Expresiones como: «la calle es para los revolucionarios», «las universidades son para los revolucionarios», «dentro de la Revolución todo, contra la Revolución ningún derecho»; dan fe de esta exclusión. Ello sucedió primero sobre todo con aquellos ciudadanos que por mantener actitudes diferentes a lo políticamente aceptado (homosexuales, religiosos, seguidores de la moda, etc.), o por proclamar juicios críticos sobre la forma de gobierno; fueron tenidos por «bitongos», «gusanos», «escoria», «problemáticos», «hipercríticos», «mercenarios» y un largo etcétera de descalificaciones y, por tanto, apartados del lógico desempeño civil.

Más adelante, cualquier intento de protesta cívica ha sido duramente reprimido, y muchos de los protestantes condenados a largas condenas. Esto no solo constituyó un freno al mejor desarrollo de nuestra vida ciudadana, sino una fuente de frustraciones, fragmentaciones y no pocos excesos.

Aun hoy, a pesar de que la Constitución de la República refrenda el precepto martiano «con todos y para el bien de todos», en la práctica ese «todos» solo se aplica a quienes son considerados afectos al sistema. De manera que va siendo tiempo ya de abandonar el inflexible verticalismo descendente, restrictivo y excluyente para promover un sistema más horizontal, inclusivo y dialogante.

Teniendo en cuenta el considerable deterioro de la situación económica, política, social y moral del país, se hace necesaria la búsqueda de vías que faciliten la colaboración masiva de los cubanos, independientemente de sus ideas o credos, pero con buena disposición para la acción mancomunada en pos de soluciones reales y viables para nuestras dificultades y penurias. Es imperativo, desde ya, abrir las puertas de la dirección del país a todos los implicados en el propósito de conseguir consensos fundamentados y eficaces que apuesten por el bienestar general de la nación.

Manuel García Verdecia

Poeta, narrador, traductor, editor y crítico cubano. Máster en Historia y Cultura Cubana.

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