Víctimas victimarias
Uno de los elementos que caracterizan la psicología deshumanizante del totalitarismo es el borrado sutil de las líneas que dibujan las fronteras entre víctimas y victimarios; entre sus identidades y comportamientos respectivos.
Ello ocurre, de modo especialmente trágico, en personas que se han formado, crecido y trabajado toda su vida bajo ese sistema. Se hace muy particular y agudo el conflicto en quienes trabajan en las instituciones de control y gobierno del régimen pero tienen a sus hijos exiliados y enfrentados al mismo sistema al cual sirven. A estos, aun cuando el sistema colapse en sus funciones más básicas de protección y provisión sociales, les es difícil aceptar el fracaso del «proyecto». Negación, autocensura, miedo, fanatismo, lealtad… todo se funde en la mente de esas personas.
Entenderlo es decisivo para quienes tenemos hoy familiares sirviendo al Estado represor cubano. También es clave comprender algunas falsas equivalencias que tales personas —y otras que piensan como ellas— utilizan para intentar justificar su postura. Intentaré enunciarlas de modo sucinto para que cada quien identifique, en su vida y entorno, la presencia nefasta del corsé mental y moral totalitario.
«Simplemente tenemos dos posturas distintas. Igualmente respetables». No es igual ser un emigrante o exiliado, forzado por una dictadura a abandonar tu país y dejar de ver a tu familia, que ser un funcionario o simpatizante activo de la misma dictadura que desgarra el hogar y compañía familiares. No hay una simetría entre quienes son exiliados por un Estado que le impide ver a sus padres, y esos padres que son funcionarios del mismo Estado que exilia a sus hijos.
Más allá de reconocer que ambos somos víctimas, no existe una posición simétrica en esa situación trágica, no hay la misma posición de responsabilidad. Esa simetría tendría lugar, por ejemplo, si para enfrentar a ese Estado que es una tiranía violenta, nos hubiéramos afiliado a grupos terroristas o dictaduras sangrientas de signo opuesto a la cubana. Pero ese no es el caso de nadie en la actual oposición cubana, que resulta un movimiento mayormente pacífico.
«Somos felices aquí; tú elegiste, yo me quedo». Defender aquella dictadura en el momento en que hay más pobreza, corrupción, represión y una falta total de correspondencia entre el ideal y la realidad, es lamentable. Sin embargo, puede ser coherente en quienes lo hacen asumiendo las circunstancias. Pero hacerlo pidiendo que desde el territorio del tan atacado «enemigo» lleguen las remesas y los paquetes con alimentos, medicinas y las mil cosas que se necesitan para sobrevivir cotidianamente, es esquizoide. Solo una personalidad y psiquis escindidas, con disonancias cognitiva y moral, puede sostener eso. Solo un Hombre Nuevo totalitario, puede hacerlo.
«Ustedes se han vuelto extremistas; déjennos ser así». El sistema opera con una lógica de chantaje. Incluso gente que vive fuera del país sigue cumpliendo el ritual del silencio impuesto por la dictadura. Los argumentos, van desde un «para no molestar a mamá», al «total, ya ellos no van a cambiar». Se trata de un mecanismo de chantaje del propio régimen, internalizado y replicado por la gente, bajo cuyo efecto vives una vida que no es la tuya. Tú te callas tus agravios y sonríes para no incomodar al abuelo, al padre o al tío. Y el ciclo de represión e impunidad se reproduce hasta el infinito fuera de las fronteras de la Isla. En la medida en que se reproduce esa maquinaria, en que se difunde su discurso de odio, (auto)censura y persecución en redes sociales, espacios privados y públicos; la persona es parte de la maquinaria.
En los últimos años, con el despertar de la sociedad cubana, he visto despertar a gente de la propia generación de nuestros abuelos y padres. Algunos dejan de defender «la Revolución» para recluirse en un silencio de miedo, desesperanza y duelo que, al menos, podemos comprender, y respetar, en la medida que no es una postura que convalida aquel statu quo. Pero otras personas incluso —pienso en tantas imágenes y testimonios de gente envejecida que ejerce su disenso protestando en las calles o en redes sociales—, provocan admiración, recordándonos (a nosotros y a nuestros parientes en la Isla) que nunca es tarde para quitarse «el ropaje del silencio».
Cuba se entiende mejor desde la experiencia del mundo totalitario, donde todos somos víctimas, aunque muchas de estas sean también victimarios. Pero esa Cuba va a cambiar, de una u otra forma, más tarde o más temprano. Ellos —los beneficiados del régimen y los defensores inerciales que les quedan— solo van a retardar un poco y mal dicho cambio. De cara a ese momento, creo que quienes tenemos lazos y afectos con las víctimas victimarias, deberemos intentar comprender y enfrentar el problema. Simplemente, por un mínimo de coherencia mental, personal y colectiva. Para vivir en la verdad.