La reforma educativa: Makarenko y el «hombre nuevo»
¿Recuerdan Memorias del subdesarrollo (1968) de Tomás Gutiérrez Alea, y Lucía (1968) de Humberto Solás? En ellos se explora, de manera crítica, la ruptura entre los valores tradicionales liberales y los revolucionarios socialistas en el contexto de aquellos años. En ambos filmes, el pasado queda descolocado ante la imposición del nuevo orden, generando conflictos personales y sociales que evidencian el profundo impacto del cambio en la identidad y estructura de la sociedad.
Esto ocurrió asimismo en la educación cubana. La educación y la cultura fueron controladas con el fin de consolidar el poder. Sin ideas propias, sin debates, la gente se traga todo lo que le dan. Así fue que, entre 1959 y 1961, el cubano no solo cambió de gobierno: cambió mentalmente. Y el que no lo hizo se convirtió en un marginal, que tuvo ante sí el exilio mientras pudo; o ser como Sergio en Memorias del subdesarrollo: un sobreviviente.
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El nuevo gobierno supo que no bastaba con tomar el poder político; tenía que moldear las mentalidades. La educación pasó entonces, de ser un derecho a una herramienta. Por ello, entre febrero y diciembre de 1959 la Reforma Integral de la Enseñanza diseñó la estrategia de convertir la educación en un mecanismo de control social.
Pero veamos, ¿dónde estaba la educación cubana en 1958? Cuba tenía la tercera mejor cobertura educativa en Latinoamérica y la mayor inversión en el sector, con un 23 % del presupuesto. Los índices de analfabetismo se ubicaban entre el 18 y el 23 %, el tercero más bajo de toda la región ―algo así como un millón de cubanos para una población de seis millones. Existían 7,567 escuelas primarias públicas y 869 privadas. El modelo educativo era esencialmente humanista y de perspectiva crítica, con limitaciones en cobertura, esencialmente en el campo, donde los indicadores de analfabetismo llegaban al 40 %, pero con una fortaleza pedagógica de vanguardia en la región, (Cf. América en Cifras. Unión Panamericana).
Volvamos a aquellos primeros días llenos de ilusiones y traiciones. Quienes dirigieron la ruptura civilista, plural y humanista en la educación, fueron Fidel Castro, Ernesto Guevara, Carlos Rafael Rodríguez, Armando Hart, Enrique y José Llanusa, conjuntamente con Juan Marinello y Edith García Buchaca. La filiación de la mayoría de ellos era comunista (PSP) o simpatizantes.
Fue un proceso sin debates, una convocatoria casi cerrada a sectores afines para diseñar la reforma. No se caracterizó por ser una consulta abierta ni pluralista; las voces críticas, como las de los maestros normalistas o sectores académicos, fueron ignoradas o silenciadas.
¿Qué papel tuvieron algunas figuras del momento? Fidel no solo encabezó la reforma, sino que definió su dirección ideológica. Eso es claro en sus discursos de 1959, como los pronunciados en la Universidad de La Habana y en actos públicos, donde insistió en que la educación debía ser «un arma de la Revolución» y se enfrentó al modelo pluralista de la Nueva Escuela Cubana por considerarlo «burgués». Su postura era defender un sistema centralizado.
Armando Hart Dávalos, primer Ministro de Educación, fue el cerebro operativo de la reforma. Lideró las reuniones internas en el Ministerio para estructurar la ley y coordinar su implementación; su enfoque chocó con educadores tradicionales, que veían en sus planes una pérdida de calidad pedagógica.
Ernesto Guevara influyó en el tono ideológico de la reforma, lo que es evidente en sus escritos y discursos de 1959, como los publicados en la revista Verde Olivo, donde ya introduce la idea del «hombre nuevo», un individuo comprometido con el colectivismo y la lucha revolucionaria que fuera asumido en la práctica.
Frente al poder, estuvieron voces como Aureliano Sánchez Arango (exministro de Educación durante el gobierno de Carlos Prío); Diego González Gutiérrez (Decano de Facultad de Pedagogía y miembro del Consejo Universitario en la Universidad de La Habana), y otros, como José Ignacio Rivero (último director del Diario de la Marina). Todos ellos eran defensores de la pedagogía crítica y humanista; sin embargo, fueron ignorados o desplazados, y muchos terminaron exiliándose, o renunciaron para quedar en sus casas.
Un reflejo de las tensiones existentes desde los primeros meses del 59, fue la temprana renuncia del pedagogo Diego González y Gutiérrez, una de las figuras más respetadas por su civismo, honestidad y prestigio académico. Había sido elegido como decano en el propio año 1959 por los estudiantes, el primero por elección popular, y trató de mediar ante el rector, en el Consejo Universitario de la UH, al iniciarse los fuertes debates de la reforma universitaria en 1960.
El Dr. González había tenido una relación de años de trabajo con Juan Marinello, hombre culto, dialogante y de cooperación con diversos sectores sociales del país en el primer gobierno de Batista, donde los comunistas tuvieron importante presencia. Allí, como señala Alina López ―estudiosa de la figura de Marinello― este apoyó el movimiento de La Nueva Escuela para beneficio de la educación, con perspectiva crítica y humanista. No obstante, tras la derrota de la dictadura de Batista, al asumir funciones como primer rector de la UH al reiniciarse la vida universitaria, Juan Marinello se mostró como un dogmático y contribuyó a la anulación radical de la autonomía universitaria y la libertad de cátedra. Junto a él estuvo Armando Hart como ministro de Educación.
La UH dejó de ser desde entonces, según me narró el Dr. González ―mi abuelo―, una casa de pensamiento para ser un centro de control del pensamiento. La carta que muestro a continuación es breve, pero, entre líneas, demuestra la frustración y el desencanto que en aquellos momentos sentía alguien que había dedicado su vida a la educación y a su universidad. Únicamente regresaría al Aula Magna el 17 de julio de 1982, a verme graduar en Filosofía bajo su silenciosa tutela.
Mientras en la UH se suscitaba ese debate ―que cerraría con la Reforma Universitaria de 1962, ya con un carácter socialista declarado del proceso, y unas «Palabras» dichas a los intelectuales―, se llevaba a cabo la campaña de alfabetización.
La misma constituyó un esfuerzo incuestionable en su valor social, pues permitió a miles de personas aprender a leer y escribir; sin embargo, sembró tempranamente, en cada rincón del país, la narrativa ideológica radical. Los maestros no eran solo profesores, fueron asimismo instructores políticos del mensaje oficial. ¿Resultado? Una generación que aprendió a leer, sumar, restar y, de paso, a repetir el guion oficial.
El impacto social de la reforma fue enorme. Se erradicó el analfabetismo y la educación llegó a los rincones más olvidados de la Isla. Pero el precio fue altísimo. Se sacrificaron la pluralidad y la calidad en aras de un modelo autoritario que convirtió a los maestros en voceros del Estado. La creatividad y el debate se ahogaron en un mar de dogmas y consignas. La educación dejó de ser un espacio para formar ciudadanos y pasó a ser una herramienta de control del Estado.
Con la cultura sucedió algo parecido. Recordemos «Palabras a los intelectuales» (junio de 1961), donde Fidel expresara la famosa frase: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada». Fue este un ultimátum a escritores, artistas, intelectuales y, claramente, a educadores. Ya desde 1961 los cubanos tenían dos opciones: alinearse o callar. La educación dejó de ser un espacio libre y se volvió un megáfono del régimen; si no estabas «dentro», te quedabas «fuera» (o te marchabas), y punto.
La Cuba de los sesenta fue la de la entrada del conductismo, que tuvo dos momentos, los dos primeros tempranamente en esa década, y otro en los años setenta ―en este análisis nos centraremos en la primera década. Las maestras Makárenko fueron el ariete para desplazar al profesorado normalista mediante profesoras-comisarias. Ellas penetraron el campo cubano con poca formación pedagógica, pero con una fe ciega en los fines políticos.
En esa misma lógica aparece el Plan Ana Betancourt (1961), encaminado a capacitar a mujeres campesinas que eran trasladadas fundamentalmente a las ciudades y proletarizadas. Finalmente, el Plan Frank País (1962), fue un modelo emergente para la formación de maestros. Su fin era sustituir más y más a los normalistas que, por conflictos políticos con el sistema o por decisión personal, abandonaban el sector o eran separados de este. Su espacio no solo era el campo, sino las zonas urbanas. La función que tenía era conducir a la nueva generación de cubanos que entraban al sistema educativo, entre los que estuve yo.
Disculpen que recuerde a mi escuela Ciudad Escolar Libertar, el primer cuartel convertido en escuela. Era y es gigantesca, pues incluía desde prescolar hasta 13 grado (había 13 grados entonces). Allí radicó por años el Ministerio de Educación y estaba la Escuela de Maestros, que luego sería el Instituto Superior Pedagógico «Enrique José Varona».
En esa escuela sentí las tensiones entre los viejos y los nuevos maestros. Tuve la suerte de que aún había pocos de los nuevos, pero recuerdo que los padres trasladaban a sus hijos a determinados salones y los comentarios que escuchábamos y no entendíamos eran: «es que la profesora es normalista» o, «con él aprenden más».
Nosotros también sentíamos más libertades, y la forma de aprendizaje era motivadora y menos repetitiva. En mi caso, no pocas profesoras reconocían a mi abuelo y así fui transitando de maestro en maestro de la vieja guardia. Y aunque cada vez estos disminuían, siempre tuve a mis abuelos como apoyo pedagógico, ambos de humilde origen campesino: Mantua y El Perico. Ellos fueron, primero normalistas y luego pedagogos, sin ninguna condición de «élite» ―como tacharon a los normalistas―, eran, simplemente, cubanos.
Para completar el cerco, sobre cada estudiante se perfilaron aparatos ideológicos de apoyo: las organizaciones estudiantiles, que presionaron políticamente, de forma más o menos fuerte, en cada momento de la historia. Me refiero a la Unión de Pioneros de Cuba (UPC, 1961), al mejor estilo soviético, que acompañó la etapa primaria; la Federación de Estudiantes de la Enseñanza Media (FEEM, 1971) para los niveles secundario y preuniversitario, y la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU, en versión 1959) para la educación superior. Y por encima de ellas, la organización política juvenil que las influía a todas: la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC,1962)
Los que como yo iniciaron su vida escolar en los sesenta, recordarán estas tensiones escarbando en sus recuerdos y el modo en que cada familia las pudo sortear. Entre mis amistades, puedo afirmar que muchas burlaron cada emboscada contra nosotros a partir de estrategias familiares que nos protegieron en silencio, aislándonos y compensando el conductismo con una enseñanza en casa. En mi caso, la biblioteca de mi abuelo fue un refugio donde aprendimos mis amigos y yo cosas que jamás me impartieron en clases.
Los fines de los sesenta mostraron el segundo momento del conductismo, con el inicio de las escuelas «en el campo», y no «al campo». Es decir, ya no solo trabajaríamos cuarenta y cinco días, sino que nos convertiríamos en fuerza de trabajo gratis a tiempo completo, fuera en las secundarias o en los preuniversitarios. Pero ello, a escala generalizada, correspondería a la década del setenta y será objeto de un próximo análisis.
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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.