El poder desde el currículo

¿Sabías que lo que aprendes en la escuela no es solo conocimiento, sino también una versión de la realidad moldeada por quienes tienen el poder? La educación no es un simple medio para transmitir saberes; es un campo de batalla donde se disputan ideas, valores y formas de entender el mundo. En Cuba, a lo largo de su historia, el currículo escolar ha sido un espejo de los intereses de los gobernantes de turno, definiendo no solo qué se enseña, sino cómo se forjan la identidad, la memoria histórica y el sentido de ciudadanía de todo un pueblo.

El pensador Michael Apple lo explicó con claridad: cada cambio en el currículo es una lucha por decidir qué verdades se convierten en «oficiales». En otras palabras, lo que llega a las aulas no es neutral; es el resultado de un esfuerzo por imponer una visión particular del mundo. En Cuba, esta dinámica ha marcado siglos de enseñanza, mostrando cómo la educación puede, tanto preservar la historia de una nación como distorsionarla para servir a los poderosos.

Desde 1492 hasta la independencia en 1902, la educación estuvo al servicio de la Corona española y la Iglesia católica. El currículo enseñaba lealtad al rey y valores religiosos. En este contexto, figuras como  Félix Varela y José de la Luz y Caballero destacaron como excepciones. Estos filósofos y educadores cubanos defendieron una educación que despertara el pensamiento crítico, desafiando la obediencia ciega que el sistema colonial buscaba imponer.

Tras la independencia en 1902, el enfoque educativo cambió. Entre ese año y 1959, Cuba adoptó el modelo liberal con el objetivo de formar ciudadanos con valores cívicos y un fuerte sentido de identidad nacional.

En los años veinte ―influido por la reforma universitaria de Córdoba, Argentina, en 1918―, el movimiento universitario donde estuvieron Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena y Carlos Prío Socarrás, junto a un grupo de la sociedad civil bajo la influencia del ilustre Enrique José Varona, defendió y logró la autonomía universitaria y generó la reflexión de impulsar una educación que respondiera a los desafíos sociales y económicos del país, alejándose de los intereses de potencias extranjeras. Tal conquista se perdería en 1960, con la cancelación de la autonomía universitaria.

Entre la década del treinta y 1958, un movimiento pedagógico independiente y profundamente cubano conocido como la «Escuela Nueva», que contó con destacadas figuras como Alfredo Miguel Aguayo, Emeterio Santovenia, Aureliano Sánchez Arango, Jorge Mañach, Diego González, Leví Marrero, Mario González y Aurelio Baldor ―muchos de ellos de raíces campesinas y populares―, lideraron este esfuerzo. Ellos promovieron una educación laica, activa y centrada en el estudiante, enfocada en el civismo y el progreso de la nación.

Este modelo se mantuvo al margen del poder político central y permitió una diversidad curricular que fomentaba el libre pensamiento. Además, coexistieron asimismo con opciones privadas y religiosas que enriquecían el panorama educativo, haciendo de esta, una etapa de pluralismo y creatividad en la enseñanza cubana.

Todo cambió en 1959, cuando la llamada Revolución controló la esfera educativa. Con ello, el currículo cubano dio un giro radical hacia el marxismo-leninismo, aunque no era parte de la tradición político-cultural del país. El Estado asumió el control total de la educación, eliminando las escuelas privadas y la enseñanza religiosa. El enfoque dejó de priorizar el conocimiento en sí mismo y se volvió más propagandístico, buscando adoctrinar en lugar de educar.

El currículo cubano de los 60 comenzó a sentir el peso del conductismo propio de la escuela soviética, que haría del sistema de educación un mecanismo de control social. La libertad de cátedra fue prohibida, igual que la libertad de ideas. Leer libros de historia no oficiales, o cualquier material fuera del sistema oficial, era mal visto. En muchas familias se escuchaban estas advertencias: «Estudia, pero no digas que lees a Mañach, Santovenia o Leví Marrero» —educadores que habían emigrado—, como mismo se alertaba: «no menciones que escuchamos a Olga Guillot y Celia Cruz, están prohibidas».

Recuerdo que cuando tenía siete años me preguntaron en la escuela quién era y respondí: «Yo soy un gusanito porque mi mamá es una gusana». Mi respuesta fue resultado del bullying escolar, porque mis padres habían vivido un breve exilio en Estados Unidos entre 1961 y 1964. Me enseñaron a detestar a mis padres, y fueron algunos ¿maestros? los que lo hicieron: la educación se usó para imponer una narrativa única, castigando a quienes no encajaban en la «verdad oficial» del momento.

Fueron décadas en las que, desde consignas, se pretendió condicionar la obediencia y la sumisión intelectual. Sin embargo, en 1971 hubo un momento de radicalización: el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura. Este significó una especie de segundas palabras a los intelectuales, diez años más tarde. La política cultural y educativa se adentró en los cánones del realismo socialista soviético, donde la educación era un arma de poder y no de conocimiento. Frases de aquel triste evento fueron: «La cultura y la educación deben estar al servicio de la Revolución y del pueblo», «La educación es el arma fundamental para la construcción de la nueva sociedad socialista», «El intelectual revolucionario debe ser un soldado de la cultura», «El arte y la literatura no pueden estar divorciados de la lucha del pueblo».

En los años 80, la frase: «la universidad es para los revolucionarios», se convirtió en un lema que justificó la expulsión de estudiantes por «diversionismo ideológico», un concepto que amerita tesis doctoral y que pretendía definir a quiénes tenían gustos, preferencias y amistades diferentes a las oficialmente aceptadas. Ejemplo de lo vivido en aquella época es «Fresa y Chocolate», que cada día nos recuerda que no fue un film de ficción.

Leer autores censurados, como Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, George Orwell, Aleksandr Solzhenitsyn, Milan Kundera o Friedrich Hayek, entre otros muchos, era más que un problema. Aun así, tuve profesores que nunca dejaron de recomendarlos en voz baja.

Introducirse en los debates de las ideas reformistas presentes en la Perestroika, u otras nociones liberales, fueron lápidas para profesores, artistas e intelectuales. Recordemos como muestra al Proyecto Paideia o la exposición «El objeto esculturado» a comienzos de los 90, últimos años del mal llamado socialismo real.

El currículo revolucionario (¿?) se diseñó para revisar la historia y negar la memoria. Céspedes, Gómez y hasta Martí fueron reinterpretados. Fechas como el 20 de mayo de 1902, figuras como José Antonio Echeverría u organizaciones como el Directorio Revolucionario, fueron manipulados en función de una narrativa de «verdades made in DOR» (Departamento de Orientación Revolucionaria), para ser repetidas al mejor estilo pavloviano.

En la Cuba post 1959, la educación ha decidido qué partes del pasado se recuerdan y cuáles se olvidan, adaptando la historia a los intereses del sistema político. Desde aquel momento, la historia oficial giró en torno a Fidel Castro y el socialismo, presentando eventos como el asalto al cuartel Moncada y Playa Girón como los grandes hitos de la nación; mientras, se minimizan o reinterpretan hechos que no encajan en esa visión.

Para que la educación deje de ser un instrumento del poder y se convierta en una herramienta de liberación, debe abrirse a la pluralidad. Esto implica incluir diversas perspectivas sobre la historia —no solo la versión oficial—, fomentar el pensamiento crítico y permitir que los estudiantes participen activamente en su aprendizaje, en lugar de ser receptores pasivos de una verdad impuesta. Los profesores, académicos y estudiantes tienen un rol esencial en dicho cambio. Cuestionar las narrativas dominantes y proponer modelos educativos diversos, es el primer paso para romper con las hegemonías culturales.

Solo así la educación podrá construir sociedades más justas, donde la historia real —con sus luces y sombras— sea la base de una ciudadanía consciente y libre. La educación en Cuba, como en cualquier parte del mundo, no debería ser un arma para manipular, sino un puente hacia el entendimiento y la equidad.

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Imagen principal: Sasha Durán / CXC.

Pedro Pablo Aguilera

Filósofo, Especialista en Historia de la Filosofía.

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