De la adolescencia a la madurez política. Los cubanos y la victoria de Donald Trump
No soy, ni me he creído jamás, analista de la política interna norteamericana. He preferido enfocarme en la nuestra, escasa de análisis realistas y honestos por parte de los intelectuales que aquí vivimos.
Demasiados especialistas van armados de catalejo y son miopes para lo propio. Son los que se inquietan ante la «larga sombra del Trumpismo sobre Cuba» pero no denuncian con igual énfasis la larga sombra de autoritarismo político que nos cubre desde hace décadas. Son los que, en grupos de WhatsApp donde se habla sobre todo en inglés, venden una imagen «constructiva» de la realidad cubana a intelectuales norteamericanos, al tiempo que denigran a sus colegas que se han atrevido a criticar con honestidad el sistema político que existe acá.
No obstante, las recientes elecciones en el país vecino requieren una reflexión profunda. No solo por lo que nos toca como cubanos, y a mí como historiadora, sino porque lo que ocurra al interior de Estados Unidos tiene repercusión en las relaciones globales, y, muy importante, en los asuntos de la Isla y en el imaginario social de nuestros compatriotas. Dicho esto, me introduzco sin complejos en el tema.
Allá
Donald Trump ganó de manera convincente. Por goleada, diría un amante del futbol. Los votos electorales, el voto popular, la cámara y el senado. Hacía mucho que unas elecciones no conferían tanto apoyo a un partido. Mejor dicho, a un candidato, ya que vemos entre el electorado cada vez menos republicanos y más «trumpistas».
La tradición norteamericana de votar por plataformas, propuestas y valores políticos partidistas, ha cedido paso al voto frenéticamente entusiasmado por un líder. Se van pareciendo mucho a la tradición regional. Ya desde el ataque al Congreso era sintomático el cambio. Considero que con este resultado han dado un paso más en el fortalecimiento de esa «latinización caudillista» de la que se creían inmunes.
Afirman algunos que Trump no es un político. No será un político de carrera; sin embargo, posee el rasgo distintivo de los políticos hábiles (no digo de los políticos éticos, algo que, por demás, no abunda en ese campo): sabe encantar a las audiencias.
Solo eso explica que una parte considerable de la clase trabajadora votara por un multimillonario que promete recortes en gastos sociales y programas de ayuda; que representantes de numerosos grupos étnicos decidieran por un candidato que ha hecho declaraciones xenófobas y supremacistas; que un enorme sector de inmigrantes se decantara por una agenda de restricción migratoria; que votantes de ideas conservadoras prefirieran a un convicto por un tribunal; o que tantas mujeres dieran su voto a una persona de clara actitud misógina.
Trump no engañó a nadie, simplemente prometió «todo a todos», algo que el escritor austríaco Stefan Zweig denominara «táctica cínicamente genial» al enjuiciar a un político de los años veinte del pasado siglo que logró unir las aspiraciones de disímiles sectores en una sociedad agotada y deseosa de cambios.
Y es que en eso, seamos honestos, Trump lo tuvo fácil. Su contrincante, con una agenda interna progresista, mantuvo el discurso de la continuidad. Y a las sociedades que desean cambios no les agrada el discurso de la continuidad. Al parecer, el Partido Demócrata se desentendió de gran parte de las bases sociales que le eran afines, imagino que en un largo proceso que hoy pasó factura a Kamala Harris.
Si se analizan los pilares que sostuvieron el discurso de Trump, es posible comprender su arrollador éxito:
Negación de cualquier aspecto positivo en la sociedad existente, con una visión apocalíptica del devenir de la nación.
Propuesta de reconstrucción, desde sus cenizas, de una gran nación. Las primeras palabras que dijo a sus seguidores tras el triunfo fueron: «Esta será la era dorada de Estados Unidos».
Proyección mesiánica de su rol: «Dios me salvó por una razón». (Sea Dios allá; sea una paloma bajada del cielo y posada en un hombro acá, la multitud suele aplaudir hasta el paroxismo a un líder transmutado en Mesías ante sus fascinados ojos).
Avivar la tesis de una conspiración y polarizar la sociedad a partir de la identificación de enemigos. (Puede ser el «Estado Profundo» y «la ideología WOKE»; como han sido entre nosotros «los rezagos pequeño-burgueses» y los «mercenarios del imperio»...).
Ya advertí que no soy experta en política doméstica norteamericana, pero como cubana, y nacida en los sesenta, tengo un chip de detección para este tipo de discurso. No importa de la tendencia ideológica o posición política de que se trate (fascista, comunista, libertaria o nacionalista), ese tipo de liderazgo tiene, a largo plazo, en cualquier época y contexto, perniciosos resultados a nivel sociológico.
Cuando las mayorías con aspiraciones de cambio son receptivas a un discurso mesiánico de grandes promesas en una «época dorada» (o en un «futuro luminoso»), no se toma el tiempo en detectar incongruencias y contradicciones. Esa es la magia.
Por ejemplo, considero contradictorias las siguientes promesas del plan Trump: disminuir impuestos, elevar aranceles a la importación y una restricción notable de la migración, incluso con deportaciones masivas. Si baja impuestos pero los consumidores deben pagar más por productos de importación encarecidos, no representará cambio sustancial a nivel de prosperidad familiar. Para lograrlo, la oferta interna de productos, por ejemplo los alimentos, deberá aumentar en el mercado; pero si restringe la migración y deporta masivamente a los inmigrantes ilegales, mano de obra fundamental del sector agrícola, ¿cómo lograr un abastecimiento interno suficiente para no pagar excesivos precios?
Algo de eso le preguntó un seguidor suyo en uno de los mítines. No obtuvo respuesta. La magia de un líder mesiánico es esa: obviar lo significativo al presente y volcarse a dibujar un futuro fantástico que encante a la audiencia.
Algunos me dirán —como pasó hace pocos días en un post que publiqué en Facebook—, que me ocupe mejor de mis asuntos pues hay mucho que arreglar en Cuba. A esos, y a todos, voy a contarles esta anécdota en función de parábola:
Unos cinco años atrás, en la sala de mi casa, veía el documental «Cuba la bella», de 1997, dirigido por Manuel Vega y no estrenado jamás acá. En sus inicios, el filme recorre brevemente la historia de la república hasta llegar al triunfo de 1959. A partir de ahí, engarza de manera orgánica fragmentos de discursos de Fidel Castro en el decurso de décadas, desde los sesenta hasta los noventa. Desfilan ante el espectador las utopías, los proyectos y planes, las grandiosas promesas...
Una de mis hijas, de apenas veinte años por entonces, se había sentado a verlo conmigo. De pronto me miró y preguntó con sincero asombro: «¿cómo ustedes pudieron creer todo eso?». Esa, precisamente, es la cuestión.
Y aquí concluyo esta parte. Que a fin de cuentas los votantes de aquella nación, a diferencia de nosotros, tendrán en cuatro años la oportunidad de tomar decisiones diferentes si Donald Trump no los satisface.
Aquí
Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos, como bien afirmó el historiador Emilio Roig de Leuchsenring. Sin embargo, tampoco le debe su autoritarismo. Desde el día cero del proceso, este fue autoritario y vertical. «Desde arriba» —al decir del historiador Samuel Farber— fueron redactadas leyes y establecidas determinaciones de importancia categórica para el futuro nacional. En la plaza, ante multitudes entusiasmadas, se aprobaron por aclamación decisiones que debieron llevarse a una consulta ciudadana mesurada y reflexiva.
El control de los medios de prensa, el campo cultural y los sindicatos, tuvo lugar antes de que se refundara el Partido Comunista en 1965; es decir, el Partido sirvió en verdad de camuflaje a un grupo de poder que cada vez se definió mejor y quedó entronizado en el ámbito de la política al excluir al resto de la sociedad con la creación de mecanismos que lo eternizaron e hicieron impermeable a la voluntad ciudadana. Un discurso popular, una política de élite y un enemigo histórico; ese fue el camino que nos condujo hasta acá.
Luego se nos vendió la imagen de «plaza sitiada» que no podía consentir una apertura política debido a la hostilidad enemiga. Esa tesis es manejada entre un sector que asegura que no es posible exigir estándares democráticos a la Isla sin un cambio en la política de Estados Unidos hacia ella. Así ha dicho Arturo López Levi: «A un protectorado no se le puede exigir democracia».
La falacia implícita en esa idea queda desnuda cuando se piensa en el «deshielo» de la administración Obama, que ilusionó a millones de cubanos que, ingenuos, pensaron que la apertura de embajadas y la visita del presidente norteamericano conllevarían a una flexibilidad política. Obama, sin embargo, si bien reconoció que el embargo/bloqueo era una política fallida, dijo también algo que no pasó por alto al grupo de poder: sugirió que debía ser la ciudadanía quien se convenciera de la necesidad de transformaciones a partir de un mayor acceso a la información y una mirada hacia otras realidades.
El resultado es sabido: ralentización de las reformas económicas y aumento de la represión. El «centrismo» se convirtió en el enemigo público número uno, aun antes de que el avión del presidente Obama tocara tierra a su regreso.
Jamás el gobierno cubano ha aprovechado coyunturas geopolíticas favorables para transformar su modelo. Y es lógico. Sucede que ese modelo es intrínseco, no se debe al diferendo con Estados Unidos ni con nación alguna. En todo caso, es evidencia de un invisibilizado diferendo interno entre el estado autoritario y una ciudadanía carente de derechos políticos y excluida de influir en la dirección de los asuntos públicos.
En Latinoamérica han existido oleadas conservadoras y neoliberales, y otras progresistas y de izquierda. Europa ha sido más o menos cercana. No obstante, en ningún caso ha existido evidencia fáctica que indique flexibilidad política por parte de los gobiernos cubanos ante tales escenarios (más allá de usar la liberación de presos políticos como carta de negociación). El grupo de poder quiere que negocien con él en el campo de la economía, donde está hoy dispuesto a darlo todo si fuera necesario. Hasta ahí las cosas.
A la relación con la URSS y el campo socialista se debe una breve etapa en que los cubanos vivimos en una burbuja de estabilidad económica y justicia social. Un período que proporcionó al gobierno gran hegemonía y fortalecimiento del consenso. Pero nadie se confunda, tampoco le debemos a aquella relación el autoritarismo propio del modelo cubano.
De ser así, cuando implosionó el socialismo europeo lo sensato hubiera sido una transformación en Cuba. Eso, sin embargo, no fue lo que ocurrió. Recordemos la visita de Gorbachov y la respuesta dada a la Perestroika con el inicio de la campaña de «Rectificación de errores y tendencias negativas», que configuró un perfil más controlado de la economía insular.
No, el autoritarismo cubano es autóctono. Un verdadero producto interno bruto. Por ello su solución depende de nosotros, no de ninguna otra potencia. Hemos sido en eso un pueblo adolescente, es hora de madurar.
De la adolescencia a la madurez política
Las reacciones más notorias de los cubanos ante la victoria de Trump han sido: de pesimismo entre los que desean emigrar, pues saben que será prácticamente imposible ahora; de euforia entre los que apoyan una política dura hacia el gobierno cubano y ven a Trump como su Mesías salvador; y de alarma entre los que ven desvanecerse la oportunidad de una negociación en la cual el gobierno de Estados Unidos disminuya la hostilidad para dar un respiro al gobierno cubano.
Como puede constatarse de esas tres posturas, gran parte de los cubanos está convencida de que su destino y el de nuestro país dependen de la actitud del gobierno norteamericano. Al respecto preguntaba, en el artículo «Antimperialismo en Cuba: reflexión en dos tiempos»: ¿Díganme si eso no significa la victoria de un plattismo inconsciente en el imaginario social de esta nación?
Es hora de asumir que el destino de Cuba depende de nosotros, de nadie más. Mucho menos de un político que ha mostrado su complacencia ante un gobierno como el ruso, que si bien asume la preeminencia de la empresa privada, es también autoritario y expansionista.
Además, no olvidemos que Trump, antes de lanzarse al ruedo político era ya un empresario ambicioso. Quizá lo que necesite es que se le ofrezcan negocios sustanciosos en Cuba. Nunca el gobierno norteamericano ha hecho ascos a dictaduras que garanticen sus intereses. Tampoco en la historia pasada de la república cubana.
Siento desilusionar a muchas personas. La política norteamericana se apoya en la filosofía del pragmatismo. En estos momentos, con una sociedad polarizada y un líder de ribetes nacionalistas, el tema Cuba fue el gran ausente de la campaña presidencial. Ni Trump ni Harris lo mencionaron. La agencia Reuters envió una pregunta sobre el asunto a ambos candidatos y ninguno respondió.
Quizá en otra época, en que el gobierno cubano disfrutaba de un significativo consenso interno y mayor influencia regional, hubiera sido posible. Ahora la situación es diferente. El grupo que dirige este país conserva el poder pero perdió el control. Parece lo mismo, pero no lo es. El poder puede mantenerse por medio de la fuerza. El control solo mediante la hegemonía y la negociación.
El gobierno cubano no es ya hegemónico. Actualmente el diferendo interno le es más difícil de manejar que el externo. Mucha gente relaciona equivocadamente el aumento del disenso en Cuba con el primer gobierno de Trump, adjudicándole un mérito que no tiene y sin analizar asimismo que en ese período también coincidieron hechos como el debate popular del proyecto de Constitución que fue aprobada en 2019 y el acceso masivo a Internet, que dio voz a la ciudadanía cubana y democratizó el disenso haciéndolo mucho más activo, estimulando una participación cívica en asuntos que habían sido siempre potestad del Estado.
El mérito no fue de Trump, fue nuestro. De una ciudadanía que entró en su mayoría de edad. Miremos hacia Cuba, tanto los que vivimos en ella como los que han emigrado. Abandonemos el conformismo de poner en manos externas una responsabilidad que nos compete.
Si me pidieran mencionar a un salvador, repetiría la consigna que corre de boca en boca en España ante el desastre de Valencia: «solo el pueblo salva al pueblo».
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